martes, 15 de noviembre de 2016

Medio Siglo



         Llegó el día del cincuenta aniversario  del enlace entre D. Casto y Dª Leonor. Como aquel lejano día, a las cinco de la tarde, los volvería a casar el mismo sacerdote, en la misma iglesia y por suerte junto a los mismos padrinos, aunque ya algo mayores.

          Se había preparado una fiesta de celebración,  según iban llegando los invitados al parador eran recibidos por los anfitriones antes de dirigirse a su habitación para descansar del viaje antes de engalanarse para la cena.

          Una de las secretarias de la empresa, soltera y cuarentona de muy buen ver, por un descuido al terminar de colocar el neceser que contenía prendas personales, había dejado asomando la punta de unas plumas.

          La cena fue todo un éxito, el menú resultó perfecto, la elegancia de los asistentes por descontado y las miradas cruzadas disimuladamente entre la susodicha y D. Casto, llenas de complicidad.

         Los postres, la tarta, el champagne y como no, el imprescindible grito: Vivan Los Novios.

         Los caballeros, con su copa de licor en la mano,  hablaban junto a la barra.  Las señoras se ausentaron por unos instantes. Unas simplemente para retocarse el maquillaje, otras (la mayoría) para lucir un nuevo diseño en el baile de disfraces.           Los padrinos y Dª Leonor, tras disfrutar de ese largo y ajetreado día, mejor a descansar, dejando la noche a merced de las personas de menos edad.   D. Casto, que ya no estaba para muchos bailes, quedaría sentado, contemplando el ambiente como anfitrión  del evento.

          La música comenzó a sonar, las luces parpadeaban y en la pista de baile el efecto del alcohol, comenzaba a provocar las primeras  carcajadas.
          Con zapatos de tacón y mallas ajustadas, se deslizaba por las escaleras con aire altanero, embutida por corsé, con el pelo recogido bajo casquete de raso y un gran antifaz de plumas rojas que le cubría el rostro.

          D. Casto se acercó para tenderle su mano al pie de la escalinata.
       
.- Ya que aquí hay mucho ruido,
le rogaría viniese
al jardín, a ver la luna,
y allí mirar las estrellas,
para que quede constancia
que como vos, no hay ninguna.

     Él la intentaba abrazar.
Ella le seguía el juego,
riendo la tontería.
     Él la intentaba besar.
Ella ponía la mejilla.
     Él introdujo su mano
en sitio no aconsejado,
una hoja de acero frío
se alojaba en el abdomen
de aquel vejestorio osado.
   Cayó al suelo agonizante
y allí pudo descubrir,
antes de cerrar los ojos
el porqué de su dolor.
   Tras el antifaz de plumas
se refugiaba apenado
el rostro de su Leonor.




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