En un rincón contaba las cuentas de su rosario hecho de eslabones
oxidados y los grilletes apretados infringían rozaduras en cada oración.
Las ansias de volar eran
reprimidas por el miedo, miedo al dolor, dolor de la carne, carne mal oliente,
olor a miedo.
Contra la pared puntiagudos omoplatos comenzaron a despuntar. Cada
noche, con cada sueño, una nueva pluma nacía con suavidad. Plumas que daban
cuerpo y fuerza a sus alas.
La cerradura de la puerta permanecería
cerrada toda la mañana hasta llegar la tarde. Los cristales de la ventana de la azotea
situada en el sexto piso, no serían impedimento para su partida. Sus puños,
solo sus puños, bastarían para quebrarlos en mil pedazos sin temor a los cortes
ni al color rojo de su sangre.
Extendió sus alas y al batirlas
pudo ver como un cuerpo se desplomaba. Los candados se abrían saltando por los
aires dejando las cadenas libres de ataduras.
No tenía
tiempo que perder, debía alzarse con dirección hacia una estrella que esperaba para recoger
su luz.
Cuando la puerta se abrió. Allí solo se
encontraba un saco de huesos marcados por el hambre. Ya no eran necesarios los
lazos, grilletes, cadenas ni candados.
Al llegar la noche se respiró libertad. La puerta estaba abierta y el
captor alojado en el piso de abajo reposaba sentado en una silla, dormido sobre
una mesa junto a una botella vacía.
La luz de la luna, impacto sobre los sacos
llenos de desperdicio. Se regeneraron
sus depravados miembros transformando aquel moribundo ratoncito en un fiero
felino alado.
Con sigilo, descendió uno a uno
los peldaños de la escalera y a traición, por la espalda de dio un abrazo
clavando sus afiladas garras en su pecho.
Al levantar la cabeza el cuerpo adormilado aprovechó para infringirle
una dentellada mortal en la garganta.
Allí quedó tendido, sobre la mesa,
ahogado en su propia sangre.
La estrella ya tiene su luz y la
oscuridad de la noche arde en las llamas tenebrosas del abismo.
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