Silencio en la oscuridad,
los caballos
en la cuadra,
calma en la
hacienda maldita.
El Cristo cubierto de oro
en el altar de
la ermita.
Murallas con sus guardianes
y un cigarro
en el balcón
junto a una
rosa marchita.
Dama altiva, de abolengo,
nieta de aquél
extranjero
que acaparaba
los campos
comprados a
sangre y fuego.
Prepotente y altanera
junto a perros
amaestrados,
jamás conoció
el amor,
nunca practicó
pecado.
Domingos a la mañana
sin tener que
confesar,
tan solo el
vivir aislada
por no ver la
realidad.
Nubes negras que se asoman
con colmillos
afilados,
descargando la
amargura
que trae de
tiempos lejanos,
donde se nutrió
de guerras
y se alimentó
de hambre,
donde abrazó
aquellos niños,
brazos y
piernas de alambre.
Por laderas se desliza
el barro que
todo engulle.
Las piedras ruedan sin freno,
la vida y la
muerte esperan
sopesando su
destino.
La suerte juega en su contra,
las cartas
están marcadas
y un dado
traza el camino.
Sin entender de fronteras
ni mares ni de
montañas,
lo que otros
han sembrado,
desolación permitida
mirando para
otro lado.
Hambrunas, plagas, miserias,
madres parieron
sus hijos
para ser
esclavizados
en las cuevas
de la mina,
de donde salen
fortunas
a cuenta de
enterrar vidas.
Las balas llenas de odio
que solo
abaten los cuerpos
de los hombres
desgraciados
por nacer en
esa tierra.
Al levantar la cabeza
para mirar a la fiera.
De nada sirven los muros,
de nada los
centinelas,
para nada los
portones
que custodiaban
a la hacienda,
de nada sirven
los gritos
de perdón y de
clemencia.
Esa tierra tiene dueños
que yacen en
sus entrañas,
el agua
siempre es del río
y el pan de
quien lo trabaja.
Cuerpos que cubren la tierra
entre moscas y
alimañas.
Regatos de sangre corren
dibujando una
guadaña.
Una mujer en su alcoba
por la avaricia
engullida
esperando a
que el destino
venga a
robarle la vida.
C.a.r.l.
(España)
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