Nos vamos acercando a
Valdeluna (valle de la luna).
Un pueblecito de apenas cien vecinos, que debe su nombre a que en las
noches de luna llena, esta, recorre todo el cauce del arroyo de principio a
fin, iluminando con su reflejo sobre el
agua, los juncos y carrizos de sus márgenes, creando un doble contraluz
especial y único, digno de observar pacientemente desde la barandilla del pequeño puente que une sus dos orillas.
A vista de pájaro, dejando
volar nuestro intelecto, empujado por esa suave brisa de la fantasía, que llega
desde los montes cercanos, reconocemos a esas gentes que allí habitan olvidaos
por el mundo, y dejados de la mano de dios a su libre albedrío.
La carretera (por llamarla de alguna manera) que
los unía con la civilización, desaparece
de nuestra vista al llegar a las montañas, haciendo una curva que la dirige a otros
pueblos. Solo una pequeña calzada zigzaguea la ladera cubierta de hierbajos y
musgo seco, en busca de la cumbre, para después, convertido en un camino de
escasa anchura, descender serpenteando con suavidad hasta las casas.
Casas de muros de piedra
apilada, ventanucos de madera y tejados
azulados por los rayos del sol.
Calles de guijarros y arena,
emulsionados por el andar de sus gentes y el paso del tiempo.
Campos regados con
sudor. Tubérculos, hortalizas y
legumbres alineadas con precisión.
Árboles frutales y viñas, cuidados con mimo.
Animales robustos educados en
el trabajo y ganado dócil, libre por los pastos.
Al fondo del valle, el pequeño arroyo que brota
en la montaña, se pierde entre rocas desprendidas, apiladas en la entrada de
una cueva, que según dicen los viejos,
es cruel prisión de un ser gigantesco y sus movimientos bruscos, por
intentar escapar de ella, hacen que el agua brote a la superficie por las
fuentes que conforman el nacimiento de
otro riachuelo, que cuentan, algún día del pretérito lejano un antepasado
vio, entre riscas escondido de las
fauces del gran pez, para descansar, antes de tomar el camino de regreso,
siguiendo las luminiscentes marcas que había depositado a lo largo del escarpado
torrente, hasta llegar a esa fascinante, transparente y profunda poza, donde de
nuevo la claridad daba señales de vida.
En Valdeluna, empieza a
clarear el día. Antes de cantar el
gallo, todos están ya dispuestos a pie
de tajo. Hay que aprovechar la
fresca.
Allá, cerca de la media
mañana. Los niños pequeños corretean por esa plazoleta, donde una vez existió
una iglesia, de la cual solo quedan unos sótanos, los que sirven para albergar
los calderos donde el vino y el orujo se
conservan frescos y los quesos se curan entre hojas de nogal.
Vigilante en la puerta, Gorgonio, (al que
pusieron ese nombre por nacer, como cosa extraordinaria con el pelo largo y
rizado, por lo que parecía tener culebrillas en la cabeza) un desgarbado con una
mimbre gruesa en la mano, con ella levantada
a media altura, amenaza a los chiquillos al tiempo que ellos juegan, Chillan y
provocan el enfado aparente de este.
Él solo pretende jugar con ellos, para hacer más ameno el tiempo.
Guijarros abajo, entre
una dorada mies, toda alma en disposición de trabajar, tenga más de ciento
ochenta lunas o pese más cuatro arrobas. Están manos a la obra para recoger la
estupenda cosecha que este año le proporcionan las yugadas cultivadas para el
cereal.
Los
hombres con las hoces afiladas, cortando casi a ras de tierra. Las
mujeres agavillando con destreza y la gente menuda, recogiéndolas y llevándolas
hasta la era cercana, donde prepararan la parva, para trillarla y aventarla con
esmero, antes de ensacar el grano limpio y llevarlo a los graneros.
Son gente sencilla, que
viven de la recompensa que por su trabajo que le da la tierra. La carne, leche y lana del ganado. Gallinas, patos, conejos criados
entre sus corralones. Pescado, ranas,
que el agua les brinda y animales asilvestrados que por el valle campan a sus
anchas.
El sol se empieza a ocultar por el horizonte.
Junto a un fuego de leña seca encina la que apenas hace humo, una mujer alza su
voz envuelta en tejidos oscuros y un pañuelo cubriéndole la cabeza que solo
deja ver parte de su rostro. .- ya tá
la cena
Al toque de fajina, todos se
apresuran hacia ese lugar donde les espera un valioso manjar, con que reponer
fuerzas antes de que llegue el ocaso y se acuesten, sin más pretensiones, que
volver a sus quehaceres diarios al despuntar el alba.
Ha sido un día duro y
caluroso. Hoy, ninguna pareja perderá un minuto de sueño, por engendrar un
retoño que les proporcione sustento en el futuro.
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