sábado, 28 de julio de 2018

Inmenso Azul




                       El cielo azul, inmenso. Ni una minúscula nube de horizonte a horizonte, de norte a sur, de este a oeste.     Tan solo un avión a gran altura segmenta su suave textura dejando una línea blanca a su paso.     El rastro se diluye en breves instantes y la grandeza se vuelve a mostrar en todo su esplendor.   Azul, pletórico, infinito, sobre todas las cosas.

                Tumbado, con la espalda sobre los terrones arenosos, observo la inmensidad que se me brinda. Aprovecho la sombra que me ofrece el único arbolito que habita en kilómetros a la redonda, el único en lo que alcanza la vista, en la inhóspita llanura.

                Qué suerte que esos desalmados te hayan dejado subsistir aquí sin motivo aparente.      Qué pena que tus allegados fuesen esquilmados, arrancados de cuajo de esta,  la tierra de sus ancestros,  para convertirla en lugar de cultivo y ahora estéril por falta de rentabilidad.

        Una hora interminable caminando bajo los abrasadores rayos de sol, hasta llegar a las líneas grises que se dibujan a lo lejos como espejismo imaginario.    Paredes semiderruidas de abobe,    tejados rojizos que no aguantaron el paso del tiempo,   puertas y ventanas desencajadas de sus marcos como único resquicio de vida.
     Por sus calles un par de lagartijas, en su cielo una rapaz dando vueltas a la espera de una presa fácil.     Nada domestico o domesticable,    nada civilizado o por civilizar.    Nada,  nadie,  ni el viento se digna a soplar  por sus esquinas,  ni las nubes que hace tiempo ya no lloran su suelo.
Plaza seca y baldía.  Ni una ingenua brizna de hierba se asoma entre el empedrado de la cruz que quedó instalada en el centro junto a lo que parece fue un abrevadero, frene al portalón en arco de ese montón de escombros. Lo que antaño debió de ser la iglesia.

          Agudizando la vista, a lo lejos, una suave línea verdosa hace intuir la presencia de una especie de arroyo.    Escasa agua encharcada en una poza, da cobijo a unas cuantas ranas, rodeadas de espinas de peces que allí vivieron y cubiertas por un manto de mosquitos.

           Cuando empieza aponerse el sol,  estoy llegando de nuevo a casa, exhausto de estar toda la tarde soportando el calor infernal de verano.
 Con la vista empañada por las gotas de sudor, vuelvo la mirada girando el cuello esperando ver algo distinto.
El sol se esconde y la luna luce radiante, pero ni la frescura de la noche, volverá a hacer fértil esa llanura.










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