miércoles, 16 de octubre de 2013

SECUELAS

    Como cada mañana, aquella pareja de estudiantes entraba en aquel bar a tomar un café antes de dirigirse al edificio de la universidad donde estudiaban.
    Sus bolsillos estaban repletos de ilusiones y libertad,  por siete u ocho monedas y la llave del piso que compartían con otras dos estudiantes.
     Su única preocupación eran las asignaturas, bastante trabajo les costaba a sus padres el que ellos pudieran hacer una carrera en la capital.  La nota media a final de curso, suponía para ellos la oportunidad de seguir con una beca, sin la cual sería imposible continuar.
      En sus mentes no había sitio para la política, ni para disputas regionales, ni para charlas independentistas.  Tan solo pretendían terminar sus estudios y labrarse un futuro, a poder ser allí en su tierra, en la tierra de sus padres y de sus abuelos.  En aquella tierra en la que se sentían orgullosos de haber nacido, a la que respetaban y por la que querían seguir trabajando para elevar el bienestar de sus gentes.
      Antes de llegar a verse el fondo de la taza, una bola de fuego irrumpió en el local, al tiempo que un ruido infernal hacia sangrar sus oídos.
     La onda expansiva de aquel artefacto los dejo sumidos en un sueño por tiempo indeterminado.  A su alrededor un par de cadáveres que como ellos teñían el suelo de sangre. Los heridos que podían moverse, intentaban ayudar a aquellos que habían quedado sepultados parcialmente, atrapados por los cascotes y escombros.  Otros, presos del pánico,  huían desesperados hacia la calle mezclando sus gritos de auxilio con las ensordecedoras sirenas de policía, ambulancias y bomberos.
      En un segundo todos sus sueños se convirtieron en cenizas.  Cuando salieron del hospital, habían pasado de ser estudiantes modélicos a parapléjicos desahuciados por las gentes de su pueblo.  Se habían convertido en víctimas del terrorismo, opositores sin voz de quien los habían mutilado en nombre de aquellos que bajo su ventana gritaban libertad al tiempo que llenaban su fachada con pintadas de traidor y hacían ondear las banderas de aquella tierra tan suya como de ellos.
     Sus familias se vieron obligadas por la presión y las amenazas a emigrar a otro lugar. Ahora ya, ni siquiera se verían con sus ojos vidriosos mientras con gestos intentaban decirse te quiero.  Eso, cuando sus madres se atrevían a darles un paseo por la acera en su silla de ruedas y les ayudaban a cogerse de la mano para avanzar unos metros juntos.
     En un lugar extraño, sin conocidos, sin nadie, sin la posibilidad de autonomía suficiente para poder manejar un ordenador, sin poder gastar el tiempo en seguir estudiando, sin poderse comunicar con la persona amada.  Qué triste, que incomprensión, que difícil adaptarse a no ser nada y seguir queriendo serlo todo.
     La desolación y la impotencia, se fueron convirtiendo en apatía por la vida. Las lagrimas de amor, en gotas de veneno y el recuerdo de los tiempos felices en odio a su persona y a su vida.
     Tras largos años de espera, el tener que recordar aquel momento y enfrentarse de nuevo a la crueldad que habían vivido, les dio la oportunidad de reencontrarse de nuevo. Esta vez en la audiencia, para asistir al juicio de quienes habían perpetrado tan brutal atentado.
    El verse allí, uno junto al otro de nuevo, apretando los dientes para conseguir mover el brazo con la sola intención que cogerse las manos, hizo que de nuevo reviviese su amor por ellos mismos y las ansias de intentarlo de nuevo.
    Junto a ellos sus padres desconsolados y llenos de rabia frente a la mirada desafiante y sonrisa burlesca de los........ Qué coño. Asesinos.
      Los familiares, abogados, fiscales, incluso el juez, todos creían saber lo que ellos pensaban, lo que habían sentido, lo que solicitaban de aquella corte suprema.  No tenían ni idea.  Hablaban de indemnizaciones, de años de cárcel, del posible arrepentimiento como paliativo de la condena.
      Ellos, solo querían estar juntos, poderse ver, quererse con toda el alma, que se les internase en el mismo centro y así no separarse jamás.   El resto eran cosas que solo le importaban a esos miembros de la sociedad que se valen por sí mismos, que pueden hablar, discutir, poner excusas donde no existen razones. 
     No pudieron expresar su opinión, aunque hubiesen querido intentarlo, tampoco nadie les dio la oportunidad de gesticular su deseo.  Cada uno volvió a su casa, sus vidas se fueron apagando poco a poco. Murieron al tiempo, debido según el dictamen médico, a las secuelas derivadas del atentado.  Y tenían razón, pero jamás pudieron determinar cuáles eran dichas secuelas.
     Ni el rugido fiero de un gran trueno, ni el escalofriante resplandor del rayo que lo precede cruzando el cielo con violencia, podrá volver a separarlos.
    

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