domingo, 17 de julio de 2016

Paulina y Fidel .- 1






      Las cuatro y media de la madrugada;  el despertador de metal que palpita en la mesita de noche, hace sonar sus estruendosas campanas.
                Pies al suelo, sobre el hornillo de gas,  hierve el agua con un poquito de achicoria,  una cucharadita de azúcar de caña, dos sorbos con los que entonar el cuerpo aún dormido y como cada mañana, tras ellos queda una casa vacía, incluso de esperanzas.

Paulina; con un pañuelo anudado en la frente cubriendo su pelo, se dirige al lugar donde trabaja desde que era una adolescente, limpiando las oficinas.

Fidel; se encamina calle abajo, hasta llegar al mercado de abastos donde lo esperan las cajas de fruta recién llegadas en camionetos desde  levante, las que irá repartiendo por los puestos cargadas al hombro, a tres perras la caja y alguna propinilla. Comerciantes generosos que el día anterior tuvieron una venta decente.

    Al medio día, Paulina espera sentada a que Fidel Llegue, juntos se miran rebosantes de felicidad, él siempre trae algo perdido de algún puesto con que hacer la comida.  El poco dinero que entra al hogar no da para más, si dejan de pagar el alquiler de aquella casa (por llamarla de alguna manera), ¿Dónde van a cobijarse?

           Él, nunca tuvo oficio ni beneficio.       Era el menor de los tres hermanos, el más habilidoso en todas las disciplinas, pero decidió ser la oveja negra. Se creyó le iría mejor renegando de aquella familia, especialista en el robo y la estafa, truhanes de nacimiento que con esmero desbalijaban a todo aquel que se les cruzaba en su camino.     Su padre trilero, su madre carterista de mano fina, su hermano mayor ilusionista con los juegos de azar y su hermana la diosa de la provocación  y el despiste de todo tipo de objetos valiosos. 
   Con quince años, se marchó lejos de su ciudad natal y se olvidó de todo aquello que tan buenos maestros le habían enseñado.

        Ella, también la pequeña, con seis hermanos mayores, criada desde que nació, fregona por obligación,  que vio el matrimonio como única salida para escapar de las vejaciones e insultos a que era sometida por aquellos, para la que no era más que una triste estera, donde  limpiar las suelas de sus zapatos de hombre.

       Tal vez la vida les había obligado a quererse, pero había sido una buena maestra, habían aprendido muy bien la lección, pues se amaban hasta el punto de idolatrarse entre ellos.

       Junto al fogón, se descubre la sorpresa del día, una carrillera de cerdo;  en la despensa hay patatas, así que la bruja  paulina, preparará una pócima extraordinaria con la que llenar los platos y seguro quedará para chuparse los dedos.
            Mientras…    Fidel hace la cama, recoge la alcoba y pone la mesa, adornándola haciendo unos muñequitos en forma de oso con las servilletas.
Paulina.-  ¿Quién te regaló esta carrillera?
Fidel.-  Narciso, el del fondo
Paulina.- ¿Qué tal ha estado la mañana?
Fidel.- bien, me mandó Luis a limpiarle la furgoneta
Paulina.-  te habrá pagado
Fidel.- mañana he quedado en ayudarle a cargar unos muebles y ya hacemos cuentas.
Paulina.-  pues a mí me han dicho de ir también mañana por la tarde a limpiar una cocina
Fidel.- bueno pues salvamos la semana
Paulina.-  vamos, quita del medio, a ver si te voy a quemar
      Sentados a la mesa, su cruce de miradas refleja la satisfacción de saber que en próximos días, podrán comer algo no regalado.
     Las patatas con carrillera, son todo un manjar y los dedos de la mano (con la que no mantienen la cuchara), van deslizándose por encima del hule, en busca que aquellos otros dedos hasta llegar a unirse.

           Semana tras semana, mes tras mes, la vida iba pasando sin pena ni gloria,(bueno con más bien penas que glorias) como la de tantos otros nacidos en la pos-guerra.
        Llegado el otoño, al destino se le ocurrió el engendrar con un nuevo ser el vientre de Paulina.
     La ilusión del primer momento, pronto tornó en desolación. 
        Su salud se complicó, tuvo de dejar el trabajo de limpiadora, cada quince días debía de ir al médico, pero si pagaban al doctor, ya no tenían para las medicinas.
       A Fidel, no le quedó más remedio que recurrir a lo que había aprendido de pequeño.
          Tenía una gran habilidad a la hora de contorsionar todas las articulaciones de su cuerpo.  Para evitar la vergüenza que aquello le suponía, ella  cortó su linda melena, con la que hizo una densa barba, con la que disimular su rostro.
     Vestido con sus peores ropajes, (tampoco es que fuera mucha la diferencia) cada tarde si iba a la calle principal, en una esquina sentado, doblaba sus tobillos y rodillas, parecía tener un ocho por piernas y esperaba las limosnas de los que por allí paseaban.
  Las personas de buena fe, eran pocas y las que lo eran, tampoco andaban muy boyantes, eran años malos para todos, menos para aquellos bien posicionados por el régimen, los que directamente se apartaban cuando pasaban a su lado, para ellos, tan solo era un simple apestado.
        Practicando en casa a escondidas, fue engrasando de nuevo sus dedos entumecidos.   Entre la multitud era un especialista en provocar caídas y en cada una de ellas, siempre se perdía un reloj o alguna que otra joya que vender.
             Los días de fiesta, eran ideales para llenar sus bolsillos con todo tipo de cosas de valor, por las que sacar unas perras.
       A trancas y barrancas, llegaron al noveno mes.   El niño nació escaso de todo, excepto de enfermedades, todas las que pasaban por su lado, decidían hacer en su cuerpo un alto en el camino.
            La falta de recursos le obligó a escalar un poco más arriba. Aunque nunca dejó de cargar las cajas de fruta de madrugada y ayudar a limpiar  y colocar en el mercado, empezó a frecuentar las timbas de juego.    Sabía que el peor aliado de un jugador es la avaricia.    Controlaba siempre las mesas donde tenía opciones y cada semana, perdía cinco días para ganar dos.
              Paulina, no quería que fuera a esos sitios, pero que podía hacer, era eso o no poder pagar las medicinas para el pequeño.
 Ella, no tenía trabajo y su estado tampoco era demasiado bueno, la anemia, había decidido que estaba muy a gusto y no parecía querer marchar de su lado.
      Fidel, al tran, tran, cada semana, por lo menos un par de días, llevaba fruta y carne a casa.    Los comerciantes de los puestos lo apreciaban mucho y ya que no podían pagar su trabajo como se merecía, pues  le pagaban en especies y el sábado al medio día, siempre se escapaba algún trozo de pescado que estaba claro, ya no llegaría en buen estado para el lunes.
  Por fin, (gracias a su habilidad con los naipes), pudo olvidarse de la mendicidad y de aquello que tanto odiaba, robar y mal vender cosas de otros.
   Las tardes las dedicaba entonces a realizar trabajos esporádicos ayudando con las mudanzas mudanzas a Luis y luego, a dormir un ratito antes de la cena.   Hasta que una noche se topó con quien no deseaba.
          Un señor bien vestido, arrogante, portaba reloj de oro en su muñeca y sobre la mesa un fajo de billetes como nunca se había visto.




 Fiesta de San Antón, Cuenca
Imagen extraída de la red






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