Una estrella fugaz cruzó el firmamento en la
noche.
Los bloques de cemento que cubrían
aquellos cubículos subterráneos quisieron desquebrajarse y los muertos se
revolvieron en sus viejas tumbas.
Sobre las negras arenas del desierto impactaron lágrimas corrosivas, el
inframundo escupió su incandescencia con un rugir lastimero.
Tan solo una pequeña parte del gran cementerio quedaba sepultado
entre grandes rocas de todo lo que había conocido hacía tiempo en aquel lugar.
Necesitaba algo que le diera fuerza para
sobrevivir, por lo que luchar y por lo que llegar a matar o morir.
Primero buscó un socavón profundo donde
fraguar su nueva metamorfosis. Pudo percibir en su primer momento como su
hospital se había convertido en solar crematorio, donde abandonar todo lo que
cruzaba sus puertas.
En el subsuelo habitaban
seres repugnantes, pálidos, con pupilas dilatadas dentro de órbitas deformadas.
Los
rayos del sol eran tan abrasadores y el reflejo de la luna tan intenso, que
solo podían salir de sus míseros habitáculos en noche cerrada, aquellos de raza
cargada de melanina y ojos oscuros.
Los que lograban regresar portaban cestos
llenos de piedras porosas caídas del cielo;
otros, sin fuerzas yacían en el suelo hasta el amanecer esperando ausentes
a ser calcinados, convertidos en humo a partir de los primeros rayos del alba.
En un recóndito paraje de roca
volcánica el estruendo había abierto una profunda grieta ideal para esconderse
lejos de la luz, lejos de las sombras, lejos de los bloques de cemento, lejos
de la vida y de la muerte.
Las contracturas provocadas en la piedra eran
suaves sonidos comparados con los aullidos que invadían noche y día la zona aún
poblada.
Buscó sin descanso hasta encontrar los restos del
cuerpo de Milagros, una mujer fuerte de corazón, aunque parecía débil físicamente, recogió
sus ojos herencia de Kawamo y la lágrima que colgaba de su cuello como símbolo
de amor. Buscó
y buscó hasta encontrar a Virginia, fría como el hielo a la que no le temblaba
el pulso ante nada.
Se metió dentro de ella y siguió buscando en la oscuridad de la noche de luna nueva. Los
recuerdos la condujeron hasta la tumba de Rubén.
Escavó
la tierra con sus uñas, las impregno con sus genes y las clavo en sus entrañas.
Alynka descendió hasta lo más profundo de aquella grieta, extendió sus alas y sobre
ellas quedó dormitando durante varias
lunas.
Una vez terminada su gestación, parió un bebé
en cuyos ojos se reflejaba el resplandor de la inocencia.
Una niña de piel rosada y cabellos ondulados,
cargada con la dulzura de una flor y la fiereza de una tormenta, suave como una
pluma pero dura como mármol blanco que
cubría las lápidas; poseía corazón de fuego, pero helaba la sangre al mirarla.
La lluvia caía con fuera, Alynca se asomó
al exterior para sentirla de nuevo. Al poner su mano bajo ella, le quemó provocándole
unas ampollas en la piel.
-hasta el líquido caído del cielo estaba
contaminado-
Por suerte la entrada de aquella
grieta no se encontraba en el discurrir de los torrentes que se desplazaban
ladera abajo.
Ocultas en la profundidad aprovechaban la
noche para acercarse con sigilo a la zona prohibida. Esperaban a ver como los afortunados
regresaban a los habitáculos.
Los que quedaban sin vida en el exterior
eran presas fáciles de las que
alimentarse.
Los vahos de los restos putrefactos nutrían
las paredes, de las que empezaron a
brotar esquejes blanquecinos, los
cuales, les proporcionaban la frescura de la vida al germinar.
Alynka contaba a LUNA experiencias del aquí y el allá; historias de crueldad y sensaciones de
felicidad.
Le enseñaba a defenderse y a
atacar. La preparaba para amar y odiar,
a dar sin esperar recibir salvaguardando lo que consideraba solo suyo, combinando el egoísmo y la bondad en su justa
medida.
Días y noches, esperando los
cuartos de luna creciente y menguante, momento idóneo para llenar la despensa
con alimento reciente.
Las noches de luna
llena, mientras los aullidos se agudizaban en el subsuelo y ni un solo grano de
arena moviéndose en el ambiente, recorrían corriendo toda la zona saltando de cuadro
en cuadro de hormigón, al tiempo que con sus manos hacían chocar dos piedras,
lo que atemorizaba aun más a los miserables incrédulos, pero temerosos de lo
desconocido.
Según el ruido de las carreras
y los golpes se acercaban, los aullidos cesaban paulatinamente dando paso a unos
alaridos temerosos.
Entonces provocaban estruendosas
carcajadas; algo tan desconocido para esos seres que se podía sentir su temblor
en el silencio recogido por segundos.
Se sentían poderosas ante la adversidad y gritaban
continuamente para acrecentar el pánico:
Luna.- ¡MAMÁ, QUE CORRO MÁS QUE TÚ!
Alynka.- ¡GOLPÉA FUERTE LUNA!
¡HASTA QUE SALGAN CHISPAS!
Y otra serie de carcajadas
irrumpían en la noche.
Las noches de luna nueva las consideraban
sagradas para la recolección, eran en las que más piedras caían del cielo, pero
las de luna llena eran suyas y solo suyas.
Ningún ser, por más
melanina que portase en su cuerpo osaría a arrebatárselas.
Durante un tiempo fueron aprendiendo a
interpretar sus distintos tonos de aullido y entendiendo la lengua en que se
comunicaban.
Eran frases básicas de poca irregularidad,
sencillas de aplicar y con escasez de formas verbales, por lo que la dominaban
perfectamente en poco tiempo.
En sus salidas,
Localizaron un lugar con desechos antiguos enterrados. Gran cueva de mucha profundidad y olvidada
por los años. Aprendieron a adaptar aquellos enseres para
protegerse y fabricar herramientas para
su defensa. Pronto se darían a conocer
y tenían que estar preparadas ante la
reacción adversa de aquellos seres.
Ya
sabían mucho de ellos, de sus costumbres, de sus miedos, de los rangos
establecidos en cada habitáculo, la insensible crueldad y desapego con sus
semejantes.
Cualquier miembro que tuviese una mínima
lesión o enfermedad, era sacado a la nave sin techo, expuesta directamente a la luz solar, esta,
que devoraba todo sin dejar restos. Aquello en la antigüedad era el hospital, aún
conservaba en uno de sus muros el logotipo que ella, hace ya tanto, llevaba
bordado en el bolsillo de su bata.
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