viernes, 26 de agosto de 2022

El Ocaso Cap. 01

 


 

      Una estrella fugaz cruzó el firmamento en la noche. 

  Los bloques de cemento que cubrían aquellos cubículos subterráneos quisieron desquebrajarse y los muertos se revolvieron en sus viejas tumbas.

Sobre las negras arenas del desierto impactaron lágrimas corrosivas, el inframundo escupió su incandescencia con un rugir lastimero.

 

           Tan solo una pequeña  parte del gran cementerio quedaba sepultado entre grandes rocas de todo lo que había conocido hacía tiempo en aquel lugar.

           Necesitaba algo que le diera fuerza para sobrevivir, por lo que luchar y por lo que llegar a matar o morir.

           Primero buscó un socavón profundo donde fraguar su  nueva metamorfosis.          Pudo percibir en su primer momento como su hospital se había convertido en solar crematorio, donde abandonar todo lo que cruzaba sus puertas.

       En el subsuelo habitaban seres repugnantes, pálidos, con pupilas dilatadas dentro de  órbitas deformadas.

      Los rayos del sol eran tan abrasadores y el reflejo de la luna tan intenso, que solo podían salir de sus míseros habitáculos en noche cerrada, aquellos de raza cargada de melanina y ojos oscuros.

         Los que lograban regresar portaban cestos llenos de piedras porosas caídas del cielo;  otros, sin fuerzas yacían en el suelo hasta el amanecer esperando ausentes a ser calcinados, convertidos en humo a partir de los primeros rayos del alba.   

                      En un recóndito paraje de roca volcánica el estruendo había abierto una profunda grieta ideal para esconderse lejos de la luz, lejos de las sombras, lejos de los bloques de cemento, lejos de la vida y de la muerte.

      Las contracturas provocadas en la piedra eran suaves sonidos comparados con los aullidos que invadían noche y día la zona aún poblada.

              Buscó sin descanso hasta encontrar los restos del cuerpo de Milagros, una mujer fuerte de corazón, aunque  parecía débil físicamente,   recogió sus ojos herencia de Kawamo y la lágrima que colgaba de su cuello como símbolo de amor.          Buscó y buscó hasta encontrar a Virginia, fría como el hielo a la que no le temblaba el pulso ante nada.

                Se metió dentro de ella y siguió buscando  en la oscuridad de la noche de luna nueva.      Los recuerdos la condujeron hasta la tumba de Rubén.

           Escavó la tierra con sus uñas, las impregno con sus genes y las clavo en sus entrañas.

 

         Alynka descendió hasta lo más profundo  de aquella grieta, extendió sus alas y sobre ellas quedó dormitando  durante varias lunas.      

  Una vez terminada su gestación, parió un bebé en cuyos ojos se reflejaba el resplandor de la inocencia.

     Una niña de piel rosada y cabellos ondulados, cargada con la dulzura de una flor y la fiereza de una tormenta, suave como una pluma pero dura como  mármol blanco que cubría las lápidas;    poseía corazón de fuego,  pero helaba la sangre al mirarla.

 

         La lluvia caía con fuera, Alynca se asomó al exterior para sentirla de nuevo.      Al poner su mano bajo ella, le quemó provocándole unas ampollas en la piel.

      -hasta el líquido caído del cielo estaba contaminado-

 Por suerte la entrada de aquella grieta no se encontraba en el discurrir de los torrentes que se desplazaban ladera abajo.

             Ocultas en la profundidad aprovechaban la noche para acercarse con sigilo a la zona prohibida.   Esperaban a ver como los afortunados regresaban a los habitáculos.

     Los que quedaban sin vida en el exterior eran  presas fáciles de las que alimentarse.

  Los vahos de los restos putrefactos nutrían las paredes, de las que  empezaron a brotar esquejes  blanquecinos, los cuales, les proporcionaban la frescura de la vida al germinar.

 

              Alynka contaba a LUNA experiencias del aquí y el allá;   historias de crueldad y sensaciones de felicidad.

 Le enseñaba a defenderse y a atacar.  La preparaba para amar y odiar, a dar sin esperar recibir salvaguardando lo que consideraba solo suyo,  combinando el egoísmo y la bondad en su justa medida.

 

    Días y noches, esperando los cuartos de luna creciente y menguante, momento idóneo para llenar la despensa con alimento reciente.

             Las noches de luna llena, mientras los aullidos se agudizaban en el subsuelo y ni un solo grano de arena moviéndose en el ambiente, recorrían corriendo toda la zona saltando de cuadro en cuadro de hormigón, al tiempo que con sus manos hacían chocar dos piedras, lo que atemorizaba aun más a los miserables incrédulos, pero temerosos de lo desconocido.

  Según el ruido de las carreras y los golpes se acercaban, los aullidos cesaban paulatinamente dando paso a unos alaridos temerosos.

      Entonces provocaban estruendosas carcajadas; algo tan desconocido para esos seres que se podía sentir su temblor en el silencio recogido por segundos. 

           Se sentían poderosas ante la adversidad y gritaban continuamente para acrecentar el pánico:

 Luna.- ¡MAMÁ, QUE CORRO MÁS QUE TÚ!

Alynka.- ¡GOLPÉA FUERTE LUNA! ¡HASTA QUE SALGAN CHISPAS!

       Y otra serie de carcajadas irrumpían en la noche.

 

         Las noches de luna nueva las consideraban sagradas para la recolección, eran en las que más piedras caían del cielo, pero las de luna llena eran suyas y solo suyas.

            Ningún ser,  por más  melanina que portase en su cuerpo osaría a arrebatárselas.

 

      Durante un tiempo fueron aprendiendo a interpretar sus distintos tonos de aullido y entendiendo la lengua en que se comunicaban.

   Eran frases básicas de poca irregularidad, sencillas de aplicar y con escasez de formas verbales, por lo que la dominaban perfectamente en poco tiempo.

 

              En sus salidas, Localizaron un lugar con desechos antiguos enterrados.  Gran cueva de mucha profundidad y olvidada por los años.   Aprendieron a adaptar aquellos enseres para protegerse y  fabricar herramientas para su defensa.   Pronto se darían a conocer y  tenían que estar preparadas ante la reacción adversa de aquellos seres.

 

        Ya sabían mucho de ellos, de sus costumbres, de sus miedos, de los rangos establecidos en cada habitáculo, la insensible crueldad y desapego con sus semejantes. 

       Cualquier miembro que tuviese una mínima lesión o enfermedad, era sacado a la nave sin techo,  expuesta directamente a la luz solar, esta, que devoraba todo sin dejar restos.    Aquello en la antigüedad era el hospital, aún conservaba en uno de sus muros el logotipo que ella, hace ya tanto, llevaba bordado en el bolsillo de su bata.

 

 


 

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